lunes, 21 de febrero de 2011

Cristianos en las redes sociales

Cristianos en las redes sociales
En la perspectiva cristiana hay que tener presente que “la Verdad, que es Cristo, es en definitiva la respuesta plena y auténtica a ese deseo humano de relación, de comunión y de sentido, que se manifiesta también en la participación masiva en las diversa
Cristianos en las redes sociales
Cristianos en las redes sociales
Las nuevas tecnologías, “si se usan con sabiduría, pueden contribuir a satisfacer el deseo de sentido, de verdad y de unidad que sigue siendo la aspiración más profunda del ser humano”. Así lo afirma Benedicto XVI en su mensaje para la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales de 2011 (“Verdad, anuncio y autenticidad de vida en la era digital”, 6-I-2011).

Como se puso de relieve en la presentación del documento, éste vincula tres cuestiones importantes en la vida actual: la comunicación digital, la propia imagen y la coherencia de vida. En una aproximación primeramente positiva, apoyada en el análisis sociológico correspondiente, el texto refleja las enseñanzas del Papa acerca de la identidad cristiana, edificada sobre la verdad y el amor, y sus consecuencias en el terreno de la comunicación actual globalizada.

Las redes sociales en Internet (sobre todo Facebook, con más de 500 millones de usuarios) presentan aspectos positivos y límites. Ante todo son una posibilidad de “diálogo, intercambio, solidaridad y creación de relaciones positivas”. Pero también pueden desembocar en “una interacción parcial, la tendencia a comunicar sólo algunas partes del propio mundo interior, el riesgo de construir una cierta imagen de sí mismos que suele llevar a la autocomplacencia”.

En consecuencia –subraya el texto–, sobre todo en el caso de los jóvenes, es importante “plantearse no sólo la pregunta sobre la calidad del propio actuar, sino también sobre la autenticidad del propio ser”. Y es que “el anhelo de compartir, de establecer ‘amistades’, implica el desafío de ser auténticos, fieles a sí mismos, sin ceder a la ilusión de construir artificialmente el propio ‘perfil’ público”.

Uno comunica lo que es, lo sepa o no, lo quiera o no. “Cuando se intercambian informaciones, las personas se comparten a sí mismas, su visión del mundo, sus esperanzas, sus ideales”. De ahí que se apueste “por una comunicación franca y abierta, responsable y respetuosa del otro”. Esto el cristiano lo vive no sólo al comunicar contenidos religiosos-piadosos, sino ante todo al “dar testimonio coherente en el propio perfil digital y en el modo de comunicar preferencias, opciones y juicios que sean profundamente concordes con el Evangelio, incluso cuando no se hable explícitamente de él”.

Por consiguiente se precisa la atención a los aspectos del mensaje cristiano “que puedan contrastar con algunas lógicas típicas de la red”. Primero, la verdad: “El valor de la verdad que deseamos compartir no se basa en la ‘popularidad’ o la cantidad de atención que provoca. Debemos darla a conocer en su integridad, más que intentar hacerla aceptable, quizá desvirtuándola. Debe transformarse en alimento cotidiano y no en atracción de un momento” (todo ello supone el rechazo a una cierta superficialidad y vulgaridad, hoy en boga).

En segundo lugar, el Evangelio pide una respuesta libre y encarnada “en el mundo real y en relación con los rostros concretos de los hermanos y hermanas con quienes compartimos la vida cotidiana” (no debe prestarse más atención y tiempo al ordenador que a las personas mismas).

Concluyendo, se invita a “unirse con confianza y creatividad responsable a la red de relaciones que la era digital ha hecho posible”. Esta red es parte de nuestra vida y cultura, y en ella cabe “la proclamación de la fe, con cercanía y diálogo, respeto y comprensión”. Al mismo tiempo, en la perspectiva cristiana hay que tener presente que “la Verdad, que es Cristo, es en definitiva la respuesta plena y auténtica a ese deseo humano de relación, de comunión y de sentido, que se manifiesta también en la participación masiva en las diversas redes sociales”.

En las redes sociales los cristianos pueden ayudar “a mantener vivas las cuestiones eternas sobre el hombre, que atestiguan su deseo de trascendencia y la nostalgia por formas de vida auténticas, dignas de ser vividas”. La condición para todo ello es comunicarse con integridad y honradez. También en la comunicación se cumple que la coherencia personal de vida con el Evangelio es en sí misma una forma de anuncio que determina la credibilidad del mensaje.

Ramiro Pellitero
Profesor de Teología Pastoral en la Universidad de Navarra.
Subdirector del Instituto Superior de Ciencias Religiosas de la Universidad de Navarra.



sábado, 12 de febrero de 2011

Amistad: Lanzarse por una amistad verdadera

La amistad verdadera nos lleva a querer lo mejor para el amigo. De entre los 3 tipos de amistad que nos presenta Aristóteles, el tercer tipo nos describe la verdadera amistad; la que encuentra su razón de ser en la virtud y en la bondad del otro, la que n



Una de las escenas más hermosas de toda la Biblia se encuentra al final del Evangelio de san Juan. Es de mañana y el sol está apenas saliendo. Pedro y los otros cinco apóstoles están cansados de haber pasado toda la noche intentando pescar sin haber obtenido nada como fruto de sus esfuerzos. De repente escuchan un grito que viene de la orilla: “Muchachos, ¿han pescado algo?” Nos es familiar lo que pasará después: la pesca milagrosa. Pero el momento más cautivador lo vemos en la reacción de Pedro, cuando se lanza de la barca. Juan dice solo tres palabras, “¡Es el Señor!”, y le bastan a Pedro para tirarse al agua. Si tuviésemos una foto de aquel momento, de Pedro en pleno vuelo, nos diría mil palabras; palabras sobre todo de la amistad que le motivó a lanzarse; de la amistad que comparten Jesucristo y Pedro. Pero, ¿qué es la verdadera amistad, cómo se forma y qué importancia tiene para mí?

De entre todas las virtudes humanas que hay, pocas nos atraen tanto como la amistad. Aristóteles distingue tres tipos de amistad en la “Ética Nicomaquea.” La primera se trata de la amistad de utilidad: es bueno para mí tener esta relación, me es útil y puedo sacarle provecho. Esto es lo que esperaríamos de las relaciones entre empresarios; nos asociamos porque nos ayuda para ganar dinero o una mejor posición social. El segundo tipo tiene como base el placer: me gusta estar con el otro porque es divertido y me hace sentir bien. El tercero se trata de la verdadera amistad. Esta amistad encuentra su razón de ser en la virtud y bondad del otro. Como amigos compartimos el deseo de vivir una vida virtuosa, los altos ideales.

Sin embargo, me atrevo decir que a Aristóteles le falta algo... Es verdad que las amistades uno y dos no son verdaderas. Una amistad no es una inversión prudencial: no es que invierto mi tiempo con una persona porque preveo beneficios futuros, ni tengo un amigo solo porque me hace sentir feliz. Esto sería usarlo, tratarlo como medio de la propia felicidad y, a fin de cuentas, sería buscarse uno mismo. C.S. Lewis lo expresa así:

“La amistad no es una recompensa por nuestra capacidad de elegir y por nuestro buen gusto de encontrarnos unos a otros, es el instrumento mediante el cual Dios revela a cada uno las bellezas de todos los demás, que no son mayores que las bellezas de miles de otros hombres; por medio de la amistad Dios nos abre los ojos ante ellas. Como todas las bellezas, éstas proceden de él, y luego en una buena amistad, las acrecienta por medio de la amistad misma, de modo que éste es su instrumento tanto para crear una amistad como para hacer que se manifieste.”

No le echo la culpa a Aristóteles pues nunca escuchó aquellas palabras reveladoras de Jesucristo: “Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15, 12-13). Así, Jesucristo nos revela un aspecto más profundo: la donación de sí, termómetro fiel de la verdadera amistad. Probablemente no se nos presentará en esta vida la oportunidad de dar la propia por un amigo, pero la vida cotidiana sí nos presenta mil oportunidades para darnos a los demás en las cosas pequeñas y momentos difíciles. Aunque sepamos valorar al amigo, sus cualidades y talentos, la verdadera amistad nos llevará a valorar también sus luchas y aceptar sus deficiencias. Por eso, la amistad verdadera es realista y leal. Ser amigo en los momentos difíciles quiere decir olvidarse y donarse. Esta amistad la expresó perfectamente J.R. Tolkien cuando nos escribe sobre la amistad incondicional entre Sam y Frodo:

“Sam lo miraba. Las primeras luces del día se filtraban apenas a través de las sombras, bajo los árboles, pero Sam veía claramente el rostro de su amigo, y también las manos en reposo, apoyadas en el suelo a ambos lados del cuerpo. De pronto le volvió la mente la imagen de Frodo, acostado y dormido en la casa de Elrond, después de la terrible herida. En ese entonces, mientras lo velaba, Sam había observado que por momentos una luz muy tenue perecía iluminarlo interiormente; ahora la luz brillaba, más clara y más poderosa. El semblante de Frodo era apacible, las huellas de miedo y la inquietud se habían desvanecido; y sin embargo recordaba el rostro de un anciano, un rostro viejo y hermoso, como si el cincel de los años revelase ahora toda una red de finísimas arrugas que antes estuvieran ocultas, aunque sin alterar la fisonomía. Sam Gamyi, claro está, no expresaba de esa manera sus pensamientos. Sacudió la cabeza, como si descubriera que las palabras eran inútiles y luego murmuró: ‘Lo quiero mucho. Él es así, y a veces, por alguna razón, la luz se transparenta. Pero se transparente o no, yo lo quiero”.

Quizá sólo es en los momentos difíciles que la verdadera amistad se forja y se aprecia por lo que es: “Un amigo fiel es un escudo poderoso, el que lo encuentra halla un tesoro. Un amigo fiel no se paga con nada, no hay precio para él” (Sirácide 6, 14). Y es así, al final, hallamos lo que motivó a Pedro a lanzarse al mar con el sólo hablar de Cristo. Qué hombre de avanzada edad hace esto con sólo escuchar a otro si no es porque le ama, si no es porque es su amigo.

Fuente: Catholic.net

jueves, 10 de febrero de 2011

MENSAJE DEL PAPA PARA LA JORNADA DE LAS VOCACIONE

MENSAJE DEL PAPA PARA LA JORNADA DE LAS VOCACIONES

Sobre el tema: “Promover las vocaciones en la Iglesia local”

CIUDAD DEL VATICANO, jueves 10 de febrero de 2011 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el Mensaje del Papa Benedicto XVI para la Jornada Mundial de las Vocaciones, que se celebrará el domingo 15 de mayo. El Mensaje ha sido hecho público hoy por la Santa Sede.
* * * * *
Queridos hermanos y hermanas
La XLVIII Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones que se celebrará el 15 de mayo de 2011, cuarto Domingo de Pascua, nos invita a reflexionar sobre el tema: Proponer las vocaciones en la Iglesia local. Hace setenta años, el Venerable Pío XII instituyó la Obra Pontificia para las Vocaciones Sacerdotales. A continuación, animadas por sacerdotes y laicos, obras semejantes fueron fundadas por Obispos en muchas diócesis como respuesta a la invitación del Buen Pastor, quien, “al ver a las gentes se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas que no tienen pastor”, y dijo: “La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies” (Mt 9, 36-38).
El arte de promover y de cuidar las vocaciones encuentra un luminoso punto de referencia en las páginas del Evangelio en las que Jesús llama a sus discípulos a seguirle y los educa con amor y esmero. El modo en el que Jesús llamó a sus más estrechos colaboradores para anunciar el Reino de Dios ha de ser objeto particular de nuestra atención (cf. Lc 10,9). En primer lugar, aparece claramente que el primer acto ha sido la oración por ellos: antes de llamarlos, Jesús pasó la noche a solas, en oración y en la escucha de la voluntad del Padre (cf. Lc 6, 12), en una elevación interior por encima de las cosas ordinarias. La vocación de los discípulos nace precisamente en el coloquio íntimo de Jesús con el Padre. Las vocaciones al ministerio sacerdotal y a la vida consagrada son primordialmente fruto de un constante contacto con el Dios vivo y de una insistente oración que se eleva al “Señor de la mies” tanto en las comunidades parroquiales, como en las familias cristianas y en los cenáculos vocacionales.
El Señor, al comienzo de su vida pública, llamó a algunos pescadores, entregados al trabajo a orillas del lago de Galilea: “Veníos conmigo y os haré pescadores de hombres” (Mt 4, 19). Les mostró su misión mesiánica con numerosos “signos” que indicaban su amor a los hombres y el don de la misericordia del Padre; los educó con la palabra y con la vida, para que estuviesen dispuestos a ser los continuadores de su obra de salvación; finalmente, “sabiendo que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre” (Jn 13,1), les confió el memorial de su muerte y resurrección y, antes de ser elevado al cielo, los envió a todo el mundo con el mandato: “Id y haced discípulos de todos los pueblos” (Mt 28,19).
La propuesta que Jesús hace a quienes dice “¡Sígueme!” es ardua y exultante: los invita a entrar en su amistad, a escuchar de cerca su Palabra y a vivir con Él; les enseña la entrega total a Dios y a la difusión de su Reino según la ley del Evangelio: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12,24); los invita a salir de la propria voluntad cerrada en sí misma, de su idea de autorrealización, para sumergirse en otra voluntad, la de Dios, y dejarse guiar por ella; les hace vivir una fraternidad, que nace de esta disponibilidad total a Dios (cf. Mt 12, 49-50), y que llega a ser el rasgo distintivo de la comunidad de Jesús: “La señal por la que conocerán que sois discípulos míos, será que os amáis unos a otros” (Jn 13, 35).
También hoy, el seguimiento de Cristo es arduo; significa aprender a tener la mirada de Jesús, a conocerlo íntimamente, a escucharlo en la Palabra y a encontrarlo en los sacramentos; quiere decir aprender a conformar la propia voluntad con la suya. Se trata de una verdadera y propia escuela de formación para cuantos se preparan para el ministerio sacerdotal y para la vida consagrada, bajo la guía de las autoridades eclesiásticas competentes. El Señor no deja de llamar, en todas las edades de la vida, para compartir su misión y servir a la Iglesia en el ministerio ordenado y en la vida consagrada, y la Iglesia “está llamada a custodiar este don, a estimarlo y amarlo. Ella es responsable del nacimiento y de la maduración de las vocaciones sacerdotales” (JUAN PABLO II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 41). Especialmente en nuestro tiempo en el que la voz del Señor parece ahogada por “otras voces” y la propuesta de seguirlo, entregando la propia vida, puede parecer demasiado difícil, toda comunidad cristiana, todo fiel, debería de asumir conscientemente el compromiso de promover las vocaciones. Es importante alentar y sostener a los que muestran claros indicios de la llamada a la vida sacerdotal y a la consagración religiosa, para que sientan el calor de toda la comunidad al decir “sí” a Dios y a la Iglesia. Yo mismo los aliento, como he hecho con aquellos que se decidieron ya a entrar en el Seminario, a quienes escribí: “Habéis hecho bien. Porque los hombres, también en la época del dominio tecnológico del mundo y de la globalización, seguirán teniendo necesidad de Dios, del Dios manifestado en Jesucristo y que nos reúne en la Iglesia universal, para aprender con Él y por medio de Él la vida verdadera, y tener presentes y operativos los criterios de una humanidad verdadera” (Carta a los Seminaristas, 18 octubre 2010).
Conviene que cada Iglesia local se haga cada vez más sensible y atenta a la pastoral vocacional, educando en los diversos niveles: familiar, parroquial y asociativo, principalmente a los muchachos, a las muchachas y a los jóvenes -como hizo Jesús con los discípulos- para que madure en ellos una genuina y afectuosa amistad con el Señor, cultivada en la oración personal y litúrgica; para que aprendan la escucha atenta y fructífera de la Palabra de Dios, mediante una creciente familiaridad con las Sagradas Escrituras; para que comprendan que adentrarse en la voluntad de Dios no aniquila y no destruye a la persona, sino que permite descubrir y seguir la verdad más profunda sobre sí mismos; para que vivan la gratuidad y la fraternidad en las relaciones con los otros, porque sólo abriéndose al amor de Dios es como se encuentra la verdadera alegría y la plena realización de las propias aspiraciones. “Proponer las vocaciones en la Iglesia local”, significa tener la valentía de indicar, a través de una pastoral vocacional atenta y adecuada, este camino arduo del seguimiento de Cristo, que, al estar colmado de sentido, es capaz de implicar toda la vida.
Me dirijo particularmente a vosotros, queridos Hermanos en el Episcopado. Para dar continuidad y difusión a vuestra misión de salvación en Cristo, es importante incrementar cuanto sea posible “las vocaciones sacerdotales y religiosas, poniendo interés especial en las vocaciones misioneras” (Decr. Christus Dominus, 15). El Señor necesita vuestra colaboración para que sus llamadas puedan llegar a los corazones de quienes ha escogido. Tened cuidado en la elección de los agentes pastorales para el Centro Diocesano de Vocaciones, instrumento precioso de promoción y organización de la pastoral vocacional y de la oración que la sostiene y que garantiza su eficacia. Además, quisiera recordaros, queridos Hermanos Obispos, la solicitud de la Iglesia universal por una equilibrada distribución de los sacerdotes en el mundo. Vuestra disponibilidad hacia las diócesis con escasez de vocaciones es una bendición de Dios para vuestras comunidades y para los fieles es testimonio de un servicio sacerdotal que se abre generosamente a las necesidades de toda la Iglesia.
El Concilio Vaticano II ha recordado explícitamente que “el deber de fomentar las vocaciones pertenece a toda la comunidad de los fieles, que debe procurarlo, ante todo, con una vida totalmente cristiana” (Decr. Optatam totius, 2). Por tanto, deseo dirigir un fraterno y especial saludo y aliento, a cuantos colaboran de diversas maneras en las parroquias con los sacerdotes. En particular, me dirijo a quienes pueden ofrecer su propia contribución a la pastoral de las vocaciones: sacerdotes, familias, catequistas, animadores. A los sacerdotes les recomiendo que sean capaces de dar testimonio de comunión con el Obispo y con los demás hermanos, para garantizar el humus vital a los nuevos brotes de vocaciones sacerdotales. Que las familias estén “animadas de espíritu de fe, de caridad y de piedad” (ibid), capaces de ayudar a los hijos e hijas a acoger con generosidad la llamada al sacerdocio y a la vida consagrada. Los catequistas y los animadores de las asociaciones católicas y de los movimientos eclesiales, convencidos de su misión educativa, procuren “cultivar a los adolescentes que se les han confiado, de forma que éstos puedan sentir y seguir con buen ánimo la vocación divina” (ibid).
Queridos hermanos y hermanas, vuestro esfuerzo en la promoción y cuidado de las vocaciones adquiere plenitud de sentido y de eficacia pastoral cuando se realiza en la unidad de la Iglesia y va dirigido al servicio de la comunión. Por eso, cada momento de la vida de la comunidad eclesial –catequesis, encuentros de formación, oración litúrgica, peregrinaciones a los santuarios- es una preciosa oportunidad para suscitar en el Pueblo de Dios, particularmente entre los más pequeños y en los jóvenes, el sentido de pertenencia a la Iglesia y la responsabilidad de la respuesta a la llamada al sacerdocio y a la vida consagrada, llevada a cabo con elección libre y consciente.
La capacidad de cultivar las vocaciones es un signo característico de la vitalidad de una Iglesia local. Invocamos con confianza e insistencia la ayuda de la Virgen María, para que, con el ejemplo de su acogida al plan divino de la salvación y con su eficaz intercesión, se pueda difundir en el interior de cada comunidad la disponibilidad a decir “sí” al Señor, que llama siempre a nuevos trabajadores para su mies. Con este deseo, imparto a todos de corazón mi Bendición Apostólica.
Vaticano, 15 noviembre 2010
BENEDICTUS PP. XVI

miércoles, 9 de febrero de 2011

IPHONE EN CONFESIÓN

Hoy en la mañana en la página de RPP noticias vi una noticia, que me llamo mucho la atención, por el siguiente titulo:
"Ahora puede confesarse a traves de su Iphone o Ipad ... Aplicación 'Confession: A Roman App' permite al católico moderno confesarse sin necesidad de un sacerdote. Sacramento virtual cuesta US$1.99...."
En donde se menciona que
Confession: A Roman App” posibilita que el cura ya no sea necesario para entablar una comunicación directamente con Dios".
Lo cual es mentira, ya que el fin del proovedor de dicha aplicación,como lo dice en su página, es ENCAMINAR a los católicos a prepararse y PARTICIPAR en el sacramento de la confesión" no REEMPLAZAR al sacramento.
El padre Lombardi en un artículo aclara el uso del iphone en la confesión:

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 9 de febrero de 2011 (ZENIT.org).- El programa Confessionpara iPhone y otras nuevas tecnologías similares pueden ayudar a realizar el examen de conciencia, pero nunca podrían sustituir el diálogo personal entre el penitente y el sacerdote, o no habría sacramento.

Así lo explicó el portavoz de la Santa Sede, padre Federico Lombardi, ante las dudas manifestadas por algunos periodistas que cubren la información vaticana, sobre el imprimaturconcedido a la aplicación Confession para iPhone, tal y como informó ZENIT (verwww.zenit.org/article-38143?l=spanish).

Ante algunas informaciones que sugerían que se trataba de confesiones “a través” de iPhone, el padre Lombardi aclaró que “es esencial comprender bien que el Sacramento de la Penitencia requiere necesariamente la relación de diálogo personal entre penitente y confesor, así como la absolución por parte del confesor presente”.

“Esto no puede ser sustituido por ninguna aplicación informática”, y por tanto “no se puede hablar de ninguna forma de 'Confesión por iPhone'”, explicó.

Pero, añadió, en un mundo en el que muchas personas utilizan soportes informáticos para leer y reflexionar (e incluso textos para rezar), no se puede excluir que alguno reflexione en preparación a la Confesión ayudándose con instrumentos digitales, como se hacía en el pasado con textos y preguntas escritas en papel, que ayudaban a examinar la propia conciencia”.

En este caso, puntualizó, se trataría de un subsidio pastoral digital que “podría ser útil, aun sabiendo que no es en absoluto un sustituto del Sacramento”.

Además, finalizó, “siempre que tenga una verdadera utilidad pastoral, y que no se trate de un negocio alimentado por una realidad religiosa y espiritual importante como un Sacramento”.

El programa, “Confesión: una Aplicación Católica Romana”, fue desarrollado por la compañía Little iApps, y recibió hace pocos días el imprimatur de manos de monseñor Rhodes, obispo de Fort Wayne-Southbend (Estados Unidos).

Según explicó en su momento a ZENIT Patrick Leinen, desarrollador y cofundador de Little iApps, este programa, en cuya creación han colaborado Thomas Weinandy, director ejecutivo del Secretariado para la Doctrina y Prácticas Pastorales de la Conferencia de Obispos Católicos de los Estados Unidos, y Dan Scheidt, pastor de la iglesia católica Reina de la Paz en Mishawaka, Indiana, está diseñado para la preparación de la confesión.

La aplicación ofrece el examen de conciencia, una guía paso a paso del sacramento, acto de contrición y otras oraciones.

No es el primer programa de estas características, pues existen también “Mea Culpa – Examen de Conciencia para los católicos” y “iConfess- Manual y guía de la confesión”, que fueron creados para el mismo uso en dispositivos como el iPhone, pero sí el primero en recibir elimprimatur de parte de un obispo.


Todo esto me hace reflexionar que hay que saber contrastar la información ya que hasta de la prensa más objetiva, como muchos pensamos que era RPP, se pueden equivocar.

El enamoramiento necesita de duelo

El enamoramiento necesita de duelo
El amor verdadero acepta a la persona tal y como es, con todos sus defectos y con todas sus virtudes
Escuché decir en una reunión de amigos que así como todo en esta vida se pasa, el amor también. Autores han dedicado poemas, canciones y libros enteros a describir ejemplos y nos han llenado de sentimientos diversos, sin embargo pocos sabemos realmente si esto será verdadero. El solo hecho de pensar que el fuego del amor, como muchos lo conocemos, se pasa… nos da escalofríos.


¿Qué es lo que nos emociona?

Comencemos con un ejemplo, Andrea conoce a Diego en una cita a ciegas que resultó un éxito. Diego quedó prendido de Andrea y comienza el proceso de conquista. Llamadas, correos, mensajes, salidas y pronto se encuentran saliendo todos los días. Existe una enorme necesidad de estar juntos, los dos se sienten en las nubes, todo es perfecto. Ahora ya son novios, son todo lo que soñaron el uno para el otro, no hay otra persona mejor.

En esencia todas las emociones son impulsos para actuar, planes instantáneos para enfrentarnos a la vida. La raíz de la palabra emoción es motere, el verbo latino “mover” además del prefijo “e” que implica “alejarse” lo que sugiere que en toda emoción hay implícita una tendencia a actuar. Cada emoción nos hace reaccionar de diferente manera biológicamente. Por eso cada vez que vemos a la persona que queremos o deseamos se desatan reacciones que no controlamos.

En el caso de la felicidad hay un aumento de la actividad del centro nervioso que inhibe sentimientos negativos y favorece la energía disponible. Fisiológicamente se produce una tranquilidad que ofrece un descanso general además de buena disposición y entusiasmo. Con el amor, los sentimientos de ternura y satisfacción sexual dan lugar a un despertar parasimpático, lo opuesto a lucha o huir, generando un estado de calma y satisfacción facilitando la cooperación.

Con esto podemos ver que el amor tiene un impacto en nuestro cuerpo, físicamente suceden cosas en las que no tenemos control. Como estas reacciones son biológicas entonces por ende son variables no permanentes, así comprobamos lo que se dice, que el amor se acaba. Claro pero el amor físico, imaginémonos que viviéramos en ese éxtasis todo el tiempo, no sería natural. Pero qué pasa con el amor a la persona, ese que no se puede describir con palabras.


Termina el enamoramiento, comienza el amor

Como se ha de suponer en nuestro ejemplo, Diego y Andrea llevan ya meses de noviazgo y lo que antes a Andrea le parecía gracioso de Diego ahora es insoportable y Diego cada vez quiere estar más tiempo con sus amigos porque Andrea siempre lo está “presionando” o corrigiendo. Un día se ven y dicen, “¿qué pasa con nosotros?”, “estoy aburriéndome”, “ya no tengo necesidad de llamarle”. Cada uno siente que ya no está esa chispa que había antes. Sin embargo no se acabó el amor, de hecho apenas comienza. Lo que sucede es que terminó el enamoramiento.

Todo enamoramiento es transitorio, es una fase para pasar al amor real o verdadero, esto puede suceder durante el noviazgo o incluso después en el matrimonio. No se extingue sino que se transforma, sin embargo si cuando éste termina, la pareja no logra empatar ninguna de las expectativas de ambos debido a la diferencia tan marcada de lo que es real con lo imaginario, la relación llegaría a su fin. Esto es lo que sucede desgraciadamente en muchos matrimonios que sufren de divorcios porque “cuando éramos novios ella o él no era así.”


El duelo es parte natural en las relaciones

Lo primero que sucede en la pareja cuando termina el enamoramiento es una crisis y desilusión que permite la evolución y la manifestación de todo un potencial de maduración para cada uno de los integrantes y la pareja en su conjunto. Todas las parejas que no renuncien a la confrontación con la realidad, que mantengan un contacto con ella y una comunicación sincera, pasarán por este proceso tarde o temprano. Esto llega cuando se presenta la exigencia de realizar una relación concreta y de fundar un proyecto de vida en común.

La fase que sigue ofrece a la pareja una nueva forma de llevar la relación más dinámicamente. Este empujón a la realidad obliga a la pareja prestar más atención a otros objetos, no sólo a sí mismos. Se trata de un proceso de crisis que permite el volver a tomar un afecto al mundo externo partiendo de la supuesta inadecuación de la otra persona que parece no responder a todas las expectativas o deseos que se tienen.

Lo que sigue ahora es hacer un funeral de lo idealizado, en este caso el novio o novia, y simultáneamente enterrar esta imagen completamente. En este momento se rompe con toda la realidad psíquica vivida con la persona. Este sacrificio de lo imaginario es tan doloroso en cuanto a cuántas proyecciones se hayan hecho de la persona. Para poder reconocer ahora las imperfecciones y comenzar el duelo se requiere de mucha energía. Se trata de descubrir sentimientos que ahora son ambivalentes y muchas veces presentados como odio, sin embargo con la suficiente recompensa grata al final como para no rechazarlo.

Reconocer a la pareja como persona total significa reconocerlo como individuo que tiene una vida propia y relaciones con otras personas, pudiendo experimentar con esto una cierta depresión y angustia. Esta fase es crítica para la maduración de la relación, no es nada cómoda y lleva a la tentación de emprender la fuga a través de diversas estrategias.

Cuando se elabora el duelo de manera favorable el proceso avanza gradualmente permitiendo a la pareja reencontrar su propia capacidad de juicio y crítica para aproximar entonces en una nueva etapa a la persona con la realidad. Todo esto mejora considerablemente la comunicación de la pareja y el funcionamiento de la relación.


El sentido real del amor

Así culmina entonces la etapa de duelo y comienza el amor verdadero. Es el amor que acepta a la persona tal y como es, con todos sus defectos y con todas sus virtudes. Que está para perfeccionar a la otra persona y sacar de ella lo mejor de sí misma.


Fuente: Catholic.net

viernes, 4 de febrero de 2011

Secarse las lágrimas del pasado

Convertirlas en agradecimiento, y seguir caminando con esperanza, hay que guardarse una sonrisa pues para Dios nada hay imposible.
Secarse las lágrimas del pasado
Hay una canción preciosa de Juan Manuel Serrat que habla de una experiencia creo que común a toda persona con un poco de sensibilidad: la de la añoranza de los tiempos pasados, que de repente irrumpen en nuestra vida enganchados en pequeños detalles insignificantes, ante los cuales pasamos todos los días sin que nos digan nada, pero que un día, sin saber cómo ni porqué, son capaces de hacernos volver al pasado por unos instante y revivir unos momentos dulces que nunca volverán. Me permito el lujo de copiar algunos de esas estrofas tan simples como profundas y cargadas de vida:

“Uno se cree que los mató el tiempo y la ausencia,
pero su tren vendió boleto de ida vuelta.
Son aquellas pequeñas cosas
Que nos dejó un tiempo de rosas,
En un rincón, en un papel o en un cajón.
Son las que nos hacen llorar cuando nadie nos ve”.


¿Quien no ha sucumbido alguna vez ante un inesperado aroma que nos transporta a lo olores de nuestra niñez y juventud? ¿Quién no se ha emocionado alguna vez ante la letra o la música de una vieja canción que automáticamente nos hace pensar en los tiempos en los que no era tan vieja y a los momentos intensos bañados por ella? ¿O quien no se ha sorprendido abriendo una vieja caja de cartón o un viejo baúl, ante cien formas distintas de recuerdos prendidos en trozos de papel o de tela, en viejos juguetes, fotos o prendas de personas ya desaparecidas...?

Esta experiencia está cargada a la vez de una doble sensación: por una lado la recuperación agradable y placentera de un pasado, de unos momentos felices generalmente ligados a nuestra niñez o adolescencia, el agradecimiento por aquellos momentos y la constatación de que el tiempo transcurrido nos une a ellos.

No cabe la menor duda de que en un principio este suspiro del corazón pinta una leve sonrisa en nuestros labios, pero una sonrisa que es rápidamente apagada por la segunda y terrible experiencia, la de constatar que esos tiempos felices del pasado nunca volverán, la de caer en la cuenta de lo dramática y cruel que es la vida, que como un río incapaz de volver sobre su curso y abocado inexorablemente a morir en el mar del olvido, transcurre sin vuelta atrás.

Por un momento nos cautivó, nos dejó jugar de nuevo a ser niños, cerrar los ojos y viajar en el tiempo disfrutando del paisaje. Pero cuando los ojos se vuelven a abrir la realidad nos golpea con una agresividad brutal, pues ese viaje es sólo un espejismo que nos deja con lágrimas en los ojos y con el corazón lleno de melancolía.

He de confesar que durante mucho tiempo me hice el hombre duro y fuerte, incluso me atreví a dar consejo a aquel que sufría esta experiencia. Por mi trabajo me he visto abocado muchas veces a acompañar los momentos emocionalmente más intensos de la vida de las personas: el amanecer de una vida, el amor, la experiencia del dolor y de la muerte... Sólo cuando quedé al margen de esa “profesión” aparecieron en mi vida esos viejos fantasmas, caí en la cuenta de que el viejo Moisés también estaba en el desierto y de que él, al igual que su pueblo, también añoraba las cebollas de Egipto; tal vez no lo aparentara ni lo dijera, salvo en lo secreto de su oración, cuando a solas clamaba a Yahvé en lo alto de la montaña, sin dar pie a que su pueblo tuviera ni la más mínima sombra de sospecha de que su líder y jefe espiritual también suspiraba por el pasado como ellos. ¿Qué clase de líder sería? ¿Quién podría confiar en él?

Frente a esta experiencia también cabe dos opciones distintas que parecen claras: una sería la de tratar de volver atrás en el tiempo y si no es posible revivirlo, al menos intentar recuperar sus recuerdos creando otros nuevos lo más parecidos posibles. Sería algo así como dejar de caminar, buscar en el desierto el oasis o el paisaje que más recuerde a Egipto e instalarse en él para rehacer la vida.

La otra alternativa requiere algo de más fe, pues supone saber secarse las lágrimas del pasado, es más, convertirlas en lágrimas de agradecimiento, y seguir caminando únicamente apoyado en la promesa de una nueva tierra en la que no hay más garantía que una creencia y un camino que en si mismo está cargado de lecciones y de vida.

Parece claro que la única vía posible para recuperar la felicidad es la segunda, sin duda también la más difícil. Dejar pasar el tiempo de la tempestad es todo un arte que ha de hacerse con una entrega total, con absoluto abandono, lo cual no es difícil cuando nos vemos derrotados, hundidos, desesperados.

El sufrimiento sólo aparece mientras quedan restos de prepotencia en nosotros, mientras que nuestro orgullo no se ha agotado, pero cuando se ha llegado a este punto uno descubre misteriosamente que sólo queda la esperanza. Algunos se resisten a llamarla así y prefieren ver en este momento una proyección de nuestros sueños que no por consoladores son verdaderos, algo así como un autoengaño. Esa no es mi experiencia y es así que la ofrezco como un verdadero tesoro.

Si bien en nuestra vida hay problemas que nos llevan al fracaso, en nuestro espíritu no ocurre lo mismo y uno siempre puede abrirse a la dicha de ver como nuestros ojos se cierran mirando a lo alto, a un futuro en el que se cree por que se intuye, casi se palpa.

Moisés murió sin ver la tierra prometida pero consciente de que su pueblo entraría en ella y de que él también lo haría en el corazón de cada uno de sus hermanos. Es este un concepto precioso que en estos tiempos de individualismo no se valora lo suficiente. Me refiero al hecho de que somos PUEBLO, asamblea, de que nadie sufre ni goza solo y que el mayor de los desastres sobreviene cuando se trata de experimentar esta experiencia al margen de la familia en la que estamos entroncados, de los nuestros.

Ahora bien, qué hay cuando se entrega la vida sin sombra de futuro, cuando se cierra los ojos en el más absoluto de los fracasos. Dios no está ausente en esta experiencia. Cuando el desastre se escribe con mayúsculas y es definitivo todavía hay que guardarse una sonrisa para llevárnosla con nosotros, pues para Dios NADA hay que sea imposible. El que crea, que entregue su vida con confianza.